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Bienvenidos

¡Hola a todos!
Aquí os presento mi historia, que espero toméis como vuestra también.
18 años después de la Guerra Oscura, nuevas generaciones de Cazadores de Sombras luchan contra las fuerzas del mal para conservar la paz.
Nuevos personajes, nuevas aventuras, nuevas relaciones, todo en un nuevo ambiente, la ciudad de Madrid.
¡Atrévete a conocerlos!

domingo, 16 de noviembre de 2014

Caítulo 1: Paseos nocturnos



Giró corriendo la esquina, agudizando su oído al máximo, tratando de escuchar más allá del tráfico que se formaba a lo lejos. Frenó en seco al oír un ruido metálico, como el de una puerta al cerrarse. De forma automática se giró en sus talones y miró al joven que la seguía detrás. Él estaba a centímetros de ella, mirándola con determinación. No necesitaban palabras, su mirada la decía que él también había escuchado el mismo sonido. Rápidamente, el joven desenvainó su espada y la adelantó. Con un rápido movimiento ella desenvainó su espada serafín, pronunciando en voz muy baja: “Uriel”. La espada de su compañero brilló en la oscuridad de la noche a la vez que susurraba: “Samael”. Ambos avanzaron por la estrecha calle, esta vez más despacio, y se detuvieron delante de una puerta en cuyo letrero se podía leer: “Ferretería Hnos. García”. El joven respiró profundo, y casi al segundo, golpeó la puerta con una fuerte patada que hizo que se abriese al instante, tronando con fuerza en el silencio de la calle. La joven entró rápidamente, elevando su mano, de la que salía una luz blanca que iluminó la habitación entera. Antes de que pudiera terminar de rastrear la habitación, el joven gritó:
-¡Ari, detrás de ti!- Ariadna giró lo más rápido que pudo, justo a tiempo de ver al demonio caer sobre ella. Había tratado con cientos en sus 18 años, pero jamás se acostumbraría al hedor que desprendía su aliento. Una masa negra y viscosa se la avecinaba, no tenía ojos,  solo una enorme boca llena de agujas amarillas. Con gran habilidad, Ariadna se echó a un lado, mientras el joven acuchilló al demonio con un movimiento limpio. Un gran chorro de icor saltó de él antes de desaparecer.  El joven siguió investigando la habitación mientras limpiaba el icor de su espada. Era extraño, pensó, el cartel de la ferretería parecía bastante nuevo, sin embargo el lugar parecía desértico. Toda la habitación estaba vacía y limpia, a excepción de una vieja puerta de madera y unas cajas de cartón que se apilaban en una esquina, estaba a punto de revisarlas cuando Ariadna lo llamó.
-Gabi, creo que deberías ver esto.
Gabriel se acercó. Ariadna miraba fijamente el interior de la habitación, con una mezcla de asco y confusión en su rostro. Conocía perfectamente esa cara, ese brillo en sus ojos verdes que le decía que algo no iba bien. Se puso a su lado, y ojeó la habitación. Era bastante pequeña, apenas cabrían 4 personas dentro, una bombilla iluminaba intermitentemente la habitación. Era lo único que había en ella, a parte de una gran jaula de metal que ocupaba la sala de pared a pared. Al principio, creyó que la jaula estaba vacía. Enfocó sus ojos con más detenimiento, su runa de visión nocturna cosquilleando en su hombro. Y entonces lo vio. Un demonio, distinto del que acababa de matar, moribundo en la jaula. Era grande y redondo, sin extremidades, una gran bola con tres ojos, o al menos, los había tenido una vez. Ahora sólo le quedaba uno que abría con dificultad, su boca cosida a la mitad con un cordel más grueso que un cable.
-Nefilim…- escupió el demonio, sangrando por aquellos puntos de su boca que tenía cosidos.- Os mataré. Os matarán. Os mataremos.
-¿Quién te ha hecho eso? ¿Por qué estás encerrado?- preguntó Gabriel. El demonio emitió un ruido gutural, que sonaba como una risa ahogada por el icor.
-Os voy a matar a los dos. A todos vosotros.
-Habla, o te mataré yo misma- Ariadna apuntó con su espada al único ojo que le quedaba.
-Nosotros os mataremos, lo veréis… Nadie nos gobierna, ni vosotros, nefilim, ni subterráneos. Desataremos otro infierno en este mundo.
Débil como estaba, se arrastró por la jaula, tratando de escupir su veneno a ambos. Ariadna empujó su espada rápidamente, con fuerza, atravesando al demonio que se desintegró casi al segundo.
Salieron del local y siguieron su camino al instituto. Se encontraban callejeando por las calles de Aluche. Habían salido del Instituto para su ronda habitual y un demonio había salido de un cubo de la basura en la calle O’Donell. El rastreo del primer demonio les había hecho ir más lejos de lo que ellos pensaban. Ariadna no paraba de darle vueltas al demonio enjaulado. No tenía ningún sentido que alguien enjaulase a un demonio, y menos la casualidad de que rastreando a un demonio les llevara exactamente hasta otro que estaba enjaulado. Sutilmente,  miró de reojo a Gabriel, quería ver su expresión para saber si estaba pensando lo mismo que ella. Él iba cabizbajo, su pelo castaño cobrizo despeinado le caía ligeramente sobre la frente, moviéndose al ritmo que marcaban sus pasos. Se veía aún más cobrizo a la luz amarilla de las farolas, y mucho más moreno de lo que en realidad era. Sus labios rosados formaban una línea dura, por lo que sabía que estaba concentrado en algo. Su nariz, grande y ligeramente aguileña, proyectaba una sombra sobre la mitad de su cara. Su mirada estaba ausente, con el ceño fruncido, claramente sin cuadrarle algo. De repente, elevó su cabeza y se giró a mirarla, con la misma curiosidad con la que lo miraba ella, y observó sus ojos, esos que siempre la habían fascinado. Eran los ojos más expresivos que jamás había visto. Era capaz de saber en qué estaba pensando sólo con mirarle a los ojos, conocía perfectamente el idioma de los ojos grises de Gabriel.
-Sigo sin entenderlo. ¿Qué pintaba ese demonio allí?-Gabriel volvió a mirar al frente, con la misma expresión de confusión en el rostro.
-Yo tampoco lo entiendo.-admitió Ariadna.- Pero he oído que a veces el icor se usa para hacer magia negra. Quizá haya algún brujo realizando experimentos.- Gabriel la miró dubitativo, como si su explicación no lo convenciera del todo.
-Y el otro demonio, ¿por qué nos llevó hasta él?
Ariadna se encogió de hombros. La verdad que en ese momento no tenía nada claro. Las ideas se le arremolinaban en su cabeza. Pasaron por el Puente de Toledo, cruzando sobre el río Manzanares. De noche, era un manto de oscuridad que parecía tragarse toda la luz. Siguieron caminando, esta vez en silencio, cada uno perdido en sus pensamientos. Mientras subían por la calle Toledo, iba fijándose en su reflejo de los escaparates. A pesar de lo cansada que se encontraba, su apariencia no lo reflejaba para nada. Su mirada seguía siendo fija y segura. Tenía unos grandes ojos verdes enmarcados por largas pestañas oscuras, en sus ojos ni una pizca de agotamiento. Su largo pelo color caramelo caía en suaves ondas por su espalda, lo que le produjo una sonrisa involuntaria. Ni si quiera se había despeinado, pensó. Sus labios, gruesos y rojizos estaban húmedos ahora. Esto era debido a su costumbre por morderse los labios cada vez que estaba nerviosa o preocupada por algo. Se fijó más detenidamente en su rostro. En el marcado puente de su nariz, en lo pequeña que esta era, la ligera inclinación hacia arriba de la punta, la redondez de sus ojos, algo almendrados en las esquinas. Sus abuelos siempre la habían dicho que era hermosa, tan hermosa como lo fueron una vez sus padres. Ella se veía algo infantil, con cara de niña. Se fijó en su estatura. Gabriel le sacaba una cabeza y media por lo menos. Aunque sus piernas eran largas y fuertes, propias de un buen cazador de sombras. De repente se dio cuenta que la mirada de Gabriel la seguía en el escaparate.
-Que no Ari, que no. Que no te has despeinado. Que estás muy guapa.- la guiñó un ojo. Ella puso los ojos en blanco y le sonrió de vuelta.
-¿Sabes qué he soñado esta noche?
-¿Con un gran pastel de chocolate blanco del que salía Megan Fox en bikini?
-Ehh, nop.-contestó  Ariadna
-Vaya, entonces no hemos soñado lo mismo- agregó Gabriel con una amplia sonrisa. Era esa sonrisa que ella amaba de él, esa que hacía que sus ojos se arrugasen en las esquinas, esa sonrisa que deslumbraba y que le hacía parecer un niño bueno e inocente. Ella se tensó de repente.
-He soñado que  yo estuve en la Guerra Oscura, y he soñado que cada día me levantaba con un rostro diferente, pero que seguía siendo la misma persona. La gente me paraba, confundiéndome con una hermana, un amigo, una tía, un abuelo… Pero yo siempre vestía como un Cazador Oscuro, ellos creían que no les reconocía porque estaba embrujada y poseída, y todos acababan matándome. El último antes de que me despertara era un chico moreno, de nuestra edad más o menos. Él creía que yo era su parabatai. Pude ver el dolor en su rostro justo antes de clavarme el cuchillo. Un dolor más fuerte de que lo que hubiera sentido si se lo hubiese clavado a sí mismo.- Gabriel la miró con preocupación, viendo como la cara de Ariadna se arrugaba de dolor al recordarlo.
-Sólo fue un sueño, Ari.
-Sí, lo de esta noche sí. Pero eso ocurrió de verdad. Ocurrió una vez y no hace tanto de aquello. Si me hubiera ocurrido a mí, si hubieras sido tú el que estaba ahí, en frente de mí, yo…- Gabriel se echó instintivamente la mano al cuello, donde se encontraba su runa de parabatai.
-Eso no va a pasar jamás Ari. – Se paró enfrente de ella, ya habían llegado a la calle del instituto. Él buscó su mirada, y la abrazó, fuerte pero cariñosamente a la vez.
-Nunca se sabe lo que va a ocurrir, ellos tampoco lo sabían- dijo ella contra su hombro, aunque el abrazo hizo que recuperase un poco el ánimo.
-Sí, bueno, hablando de misterios del futuro, ¿Quién habrá hecho hoy la cena?
Ariadna se encogió de hombros y le sonrió. Anduvieron juntos los pocos pasos que les quedaba hasta su Instituto, el Instituto de Madrid, en el Paseo del Prado número 30, que hacía esquina con la calle del Gobernador. Con el glamour, el Instituto parecía un viejo edificio de cuatro plantas claramente abandonado, de ladrillo visto con alargadas ventanas de madera rotas. En la puerta de forja negra se podía leer un rótulo: U.N.E.D.*  Centros Asociado de Madrid *(Universidad Nacional de Educación a Distancia). Debajo del glamour se escondía un enorme edificio de carácter gótico de piedra blanca. Una gran puerta de madera oscura estaba encuadrada por dos alargadas y elegantes columnas. Sus cuatro pisos de altura decorados con grandes ventanales y balcones. Dos torres se elevaban a lo largo del edificio, haciéndolo aún más vertiginoso. El vestíbulo era una gran sala, con escaleras a ambos lados, que se juntaban en el piso superior formando un pequeño balcón. Dos puertas a cada lado de la habitación conducían a pasillos secundarios. Entre las escaleras se ubicaba un gran arco de madera, que contrastaba con las blancas paredes y el suelo de mármol azulado. Ariadna y Gabriel avanzaron por el gran pasillo, del que colgaban grandes cuadros de aspecto muy antiguo, todos de temas referentes al ángel Raziel, los  Instrumentos Mortales, Jonathan Shadowhunter y la creación de los Cazadores de Sombras. Los cuadros se alternaban con grandes puertas que conducían a diversas habitaciones. Doblaron el pasillo a la izquierda, y antes de que pudieran abrir las grandes dobles puertas de la cocina estás se abrieron estrepitosamente. Una joven salió corriendo tras ellas, con un trozo de pastel de chocolate entre sus manos. Su pelo, de un rubio radiante, oscilaba de un lado al otro en su alta coleta. Sus ojos grises brillaban con diversión, su sonrisa tan sincera que no había forma de mirarla sin que se contagiase. Pasó como una exhalación entre Gabriel y Ariadna. Era algo más baja que Ariadna, y más menuda. Ariadna se la quedó mirando con curiosidad. Siempre la había parecido una persona extraordinaria, con una capacidad única de trasmitir alegría y felicidad sólo con su presencia. Eso era, pensó, en lo que más se parecía a su hermano mayor, Gabriel, además de en los ojos, los mismos ojos grises y expresivos que su hermano, con las mismas pequeñas arrugas que se formaban al reírse en las esquinas. Inmediatamente, otro joven atravesó las puertas, derrapando por el pasillo.
-¡Amy, ven aquí!- a pesar que el chico se esforzaba por aparentar seriedad y enfado, el brillo en su mirada y la sonrisa que se le escaba delataba que no era así. El joven era alto, de la altura de Gabriel, pero más ancho de hombros. Su piel era mucho más morena, bronceada. Su pelo era muy corto, castaño oscuro. Sus ojos del color de la miel, ligeramente rotados en las esquinas brillaban con fuerza. – ¡Amelia Sofía Torreblanca!-repitió con más fuerza.
-Diego por el ángel que te vas a matar- se escuchó una voz grave de hombre desde el interior de la cocina, aunque sonó distraída, como si no lo estuviera prestando mucha atención. – o peor, al final rompéis un cuadro o lo que os encontréis. Vaya dos…
Sus voces y risas perdiéndose por los pasillos. Gabriel y Ariadna compartieron una mirada. Ambos sonrieron y pasaron a la cocina. Lejos del mobiliario antiguo y robusto que dominaba el resto de la casa, la cocina era un amplio salón rodeado de amplias encimeras en tonos blancos y beige. Una gran mesa metálica de forma redonda presidía la habitación. En ella estaban sentadas tres personas. Una de ellas era la madre de Gabriel y Amelia, Carmen Torreblanca, directora junto con su marido del Instituto de Madrid. Carmen era una de esas mujeres que parecían ser mucho más jóvenes de lo que eran en realidad. Estaba sentada de lado en la silla, apoyando su rostro en su mano, mientras se reía con algún comentario de sus acompañantes. Su pelo era del mismo color que el de su hijo, castaño cobrizo que le llegaba a la altura de la mandíbula. En frente de ella estaban Elisa y Benjamin. Elisa Bocanegra era la hermana mayor de Diego, y la mayor entre los adolescentes del Instituto, tenía 19, un año más que el restro, y 4 más que Amelia. No era una cazadora de sombras al uso, ni por dentro ni por fuera. Su físico no era musculoso y grácil como el de la mayoría, ella  era algo más grande de lo habitual, a pesar de su baja estatura. Su pelo era del mismo castaño que el de su hermano, con los mismos ojos tono miel de su hermano, pero más grandes y redondos que los de este. Nunca le han gustado las estrictas normas que rigen las vidas de los cazadores de sombras, y se las saltaba cuando ella creía que era lo correcto. A su lado estaba Benjamin Goldfalke, de origen alemán. Tanto los hermanos Bocanegra como Benjamin fueron acogidos en el Instituto de Madrid a una edad muy temprana, los hermanos Bocanegra se unieron a la familia cuando ambos tenían 3 y 4 años. Sus padres eran íntimos amigos de los Torreblanca, y cuando estos murieron en una batalla contra una horda de demonios, la familia se ofreció voluntaria para quedarse con ellos. Benjamin fue un caso distinto. Sus padres fueron víctimas de la Guerra Oscura, forzados a ser Cazadores Oscuros tras el ataque al Instituto de Berlín. No dejaron ningún superviviente, por lo que no tenía familiares con quien quedarse. Él tuvo la suerte de estar con los hermanos silenciosos, realizando el ritual para proteger su mente de las influencias demoníacas. Carmen Torreblanca había sido amiga de Margaret Goldfalke cuando eran pequeñas, en Idris, por lo que quiso acogerlo también. Benjamin tenía el pelo rubio oscuro, con ojos marrones casi negros. Sus pómulos rectos, igual que su nariz. Sus labios finos y rosados. Era el más alto de ellos, con estrechas caderas. En el lavavajillas estaba Darío Torreblanca, ordenando los platos. Era un hombre alto y musculoso, con el mismo rubio dorado que su hija, su pelo caía en precisos bucles, rozando su nuca. Sus ojos verdes oscuros trasmitían fuerza y seguridad. Los miró de reojo cuando entraron a la cocina.
-Hola chicos, ¿Qué tal la noche, tranquila?- Ambos se miraron con pesadez, y empezaron a contarles lo que había sucedido, mientras se echaban un plato de espaguetis y se sentaban en la mesa.
-¿Enjaulado? ¿Seguro que no habría entrado el sólo y se había quedado atrapado sin querer?- Preguntó Benjamin, extrañado.
-No Ben, es imposible. –Ariadna negó con la cabeza- además había sido claramente torturado.
-Está bien, dejen ya el tema- Carmen se levantó de la mesa- y más ahora que van a comer. Existen muchos motivos para encerrar y torturar a un demonio. Se puede realizar magia negra con su sangre, se puede obtener información de los rumores del submundo, pueden querer su sangre para algún ritual, o incluso puede que alguien lo esté utilizando como si fuera una pelea de gallos, soltándolo ante otro y viéndolos pegarse. Ni se imaginan la cantidad de motivos por lo que la gente quiere un demonio enjaulado. En cualquier caso, ordenaré investigarlo. Si algún brujo está rompiendo los acuerdos debemos saberlo.-todos asintieron con la cabeza y siguieron comiendo.
La hora de la cena había acabado. Ariadna se quitó su ropa de batalla y se dio una ducha. Cuando acabó, se enfundó unos vaqueros y un fino jersey rosa claro con el que se sentía muy cómoda. Estaban a mediados de septiembre y por la noche ya era necesario echarse algo para cubrirse los hombros. Cogió su estela y dibujó una runa de sigilo en su antebrazo, cerró la puerta de la habitación lo más silenciosamente que pudo y bajó las escaleras con las zapatillas en la mano. Antes de girar el pasillo que daba a la cocina, se chocó de frente con una Amelia somnolienta, en pijama y con una taza en la mano. Primero pareció sorprenderse, después se fijó en las zapatillas que llevaba en su mano y sonrió. Ariadna le hizo un gesto con la mano para que no hiciese ruido. Amelia asintió, la dio un beso en la mejilla, y siguió su camino.
El frio de la noche la llenó los pulmones. El tráfico estaba mucho más tranquilo a estas horas de la noche. Comenzó a andar en dirección al Parque del Retiro, solía hacerlo muchas noches. Se encontró con algunas parejas sentadas en los bancos, grupos de amigos tirados en el césped, jugando a las cartas, una mujer en mayas haciendo running. Lo mismo que todas las noches. Se acercó hasta el lago y apoyó sus manos en la forja de la valla. Respiró hondo y cerró los ojos. Notaba ondear su largo pelo con la brisa, el frio que pasaba desde el metal de la vaya hasta sus manos. El sueño de la noche anterior la había dejado un vacío dentro de ella. Pensó en sus padres, cómo tuvo que ser para ellos enfrentarse a esos cazadores oscuros disfrazados con el rostro de sus seres queridos. Se preguntó si quizá por eso cayeron en la batalla de la ciudadela, quizá no pudieron herir a aquellos a quienes querían. Quizá simplemente fueron más fuertes que ellos. Ella nunca llegó a conocer a sus padres, sólo tenía una vieja foto, tomada el día en que nació en la casa de sus abuelos, donde ella vivía ahora junto con el Instituto, lo que la llevó a pensar si eso la hacía afortunada o no. Había gente que no tenía ningún hogar, ella tenía dos. Los Torreblanca eran como de su familia, tenía su propia habitación en el Instituto en la que pasaba la semana, excepto los fines de semana que iba a casa de sus abuelos, aunque ambas estaban muy cerca. Un coro lejano de risas la sacó de sus pensamientos. En la noche, sólo veía un conjunto de siluetas que andaban juntas, calculó que serían unas veinte o veinticinco personas. Según se acercaban, algo en sus voces, en su postura, algo en ellos la hizo ponerse alerta y echar involuntariamente mano a su cadera, en busca de una espada que no estaba ahí. El primero de ellos que encabezaba el grupo dio otro paso adelante, quedando iluminado con la luz de la farola. Algo dentro de ella, simplemente, se movió. El aire se cortó de golpe, su cuerpo tenso, sus manos rígidas. El joven caminaba con una sonrisa indiferente, sin percatarse aún de la presencia de Ariadna. El resto del grupo avanzaba detrás de él, charlando y riendo, pero ella no podía apartar su mirada de él. Era, probablemente, el joven más guapo que jamás había visto. Era bastante alto, con el pelo negro como el carbón, que contrastaba fuertemente con el blanco de su piel. Sus hombros eran anchos, pero su cintura era más estrecha. Caminaba de forma elegante, pensó, de forma informal pero precisa. Se apoyó en la valla e intentó captar más detalles de él, luchando con la lejanía a la que se encontraban. Se fijó aún más en su rostro. Al principio, creyó que sus ojos eran amarillos, pero se dio cuenta que era un reflejo de la luz de la farola. Sus ojos eran azules, tan profundos como el mar, su nariz recta y elegante, como si un escultor la hubiera hecho lo más perfecta posible. Sus labios eran rosados, una sonrisa encantadora que dejaba entrever unos blancos y perfectos dientes. A medida que se acercaba, podía verlo con mayor claridad, sus pestañas, largas y oscuras, sus ojos felinos que le parecieron muy salvajes, como los de un animal, alargados y grandes, sus pómulos altos y definidos, su mandíbula fuertemente marcada, su cuello… Estaban ya muy cerca, ella seguía mirándolo fijamente, cuando sus ojos se encontraron con los de ella. Al principio parecieron no prestarla mucha atención, sin mirarla de forma directa. Volvió a mirar al compañero que tenía al lado,  y en décimas de segundo, su expresión cambió, frunció el ceño, como si algo no le cuadrase, y volvió a mirarla, esta vez con más intensidad, tanta, que Ariadna sintió como sus mejillas comenzaban a arder, pero no bajó la mirada en ningún momento. Él la miraba como si fuera algún experimento extraño, primero fijamente a los ojos, luego una rápida mirada de arriba abajo, el fantasma de una sonrisa empezaba a aparecer en sus labios, justo cuando su mirada se detuvo en su cuello, allí donde asomaba por la tela rosa su runa de parabatai.  Y entonces se dio cuenta, algo en ella vibró, su instinto hablándola en su cabeza. Era un vampiro.

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